Cuatro años y medio
Gustavo Martínez Castellanos
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Algunas preguntas que amigos míos me han enviado me han obligado a ingresar a ámbitos de reflexión que no quería tocar, al menos mientras no termino el trabajo de investigación que estoy realizando. Algunas respuestas a esas preguntas van en este envío.
La mayor parte de los problemas de nuestro estado –he propuesto- se debe a nuestra falta de identidad. El guerrerense no se ha hecho la pregunta correspondiente en tanto ha obtenido una serie de placebos culturales que han paliado profundamente su ineludible duda ontológica. Las leyendas –sobre todo- del suriano temerario y matón terminaron por ennegrecer su imagen y su futuro. Esa condena histórica pudo haber sido conjurada al ingreso de la modernidad después de 1927 cuando se abrió la carretera México – Acapulco; pero por ella sólo ingresaron turistas y “cachorros de la revolución” acompañados de inversionistas rapaces que venían a disfrutar del festín de este pedazo de patria intocado por el desarrollo. Como con el incendio del teatro Flores, esa expresión de la modernidad también fue funesta para Guerrero. De hecho cada vez que la modernidad llega a nuestro estado se disparan sus índices de atraso. Lo hemos vivido desde la consumación de independencia. El general Guerrero fue desplazado de todos los puestos que debió haber ostentado como el patricio que era, porque era un patriota, no un político y lo nuevo era hacer política. Sus compañeros de armas, Nicolás Bravo y Juan Álvarez, descollaron en la palestra nacional hasta la segunda mitad del siglo porque ambos, aunque no eran ilustrados, en algún momento de sus vidas estuvieron en contacto con algún centro educativo. Guerrero, no. La biografía de Guerrero abunda en tantas elipsis que no se sabe con certeza si había sido expósito; o arriero, o comerciante o campesino. Tantos velos en su historia se concretizan con el monumento que se ha levantado en la casa donde nació en Tixtla: un gran terreno vacío. La de Álvarez reporta estudios elementales en el Distrito Federal y un tutor que lo había despojado de las propiedades que le dejó su padre; aparte, lo explotaba como a un peón. La de Bravo lo ubica como el pequeño hijo de don Leonardo y más tarde como un guerrero consumado. Se puede decir que el paso de José María Morelos terminó por definirlos; o por perfilarlos, pero no por descubrirlos. Al contrario, los envolvió en la leyenda encubriéndolos más. Desde el supuesto abrazo de Acatempan Guerrero da muestras de dar fin a esa guerra que no era del todo suya: a pesar de que su “padre” tenía un puesto en la administración pública él no lo hubiera heredado: la ubicuidad de su origen se lo impedía. Con Álvarez y Bravo las cosas fueron distintas. Ellos pertenecían a familias que poseían tierras y peones. De Bravo se dice que la hacienda de Chichihualco era su heredad y que desde niño lo llevaban a allá para que aprendiera a administrarla. Sus tíos y su padre pertenecían a las milicias. Él abandona esa tarea y se suma a la lucha por la independencia que abrazó su familia. Álvarez pasa por el mismo proceso pero a la inversa: él recupera lo suyo al unirse al movimiento. A ellos dos el momento de la consumación los encuentra con propiedades, reputación de libertadores e insertos en el proceso de reconstrucción nacional. Guerrero, en cambio, tuvo que pedir la creación de la intendencia del sur que iba desde la república de Tecpan formada por Morelos hasta el Balsas en el norte; y desde la Tierra Caliente hasta Oaxaca. Ante los cambios vertiginosos en ese segundo cuarto del siglo XIX, la patria que soñó en su proclama áurea no pudo ser. Irónicamente, será fusilado relativamente cerca de sus fronteras. El proyecto, en cambio, sobrevivió; y será concretizado después por Bravo y por Álvarez. El nacimiento de nuestro estado, empero, fue el resultado de una larga disputa entre ambos. Y del producto del choque de sus visiones; ambas distintas e irreconciliables y cuyas secuelas aún padecemos: la del cacique costeño contra la del masón del valle. La pugna fue evolucionando en el tiempo y el espacio: mientras Álvarez se atrincheraba en sus tierras; Bravo sustituyó tres veces a Santa Ana para que la visión conservadora de su logia (la escocesa) pudiera prosperar. Los yorkinos no lo permitieron. Y Bravo nunca pudo ser presidente electo de México. La historia lo escindiría de mucho más: ni siquiera figura como constructor del partido conservador sólo se menciona a Alamán. Mientras Bravo pujaba en la política nacional Álvarez crecía en su territorio e imponía en él su visión: el paternalismo a ultranza que hacía que sus paisanos lo vieran como a un ser providencial. Esa característica, sin embargo, fue aprovechada por los liberales: a la “república” de “la pantera del sur” nadie se atrevía a ingresar; ni Santa Ana. De ese territorio saldrían hombres y recursos para su expulsión, para las guerras de Reforma y contra la intervención francesa. Sin embargo, en ese reino impenetrable defendido con hombres demencialmente fieles al Patrón no había escuelas, ni industria ni comercio exterior. Bravo, debilitado por el ejercicio intermitente de un poder que sólo se le entregaba a pedazos (y en momentos de desesperación) fue declinando su lugar de hombre fuerte de la región. Se retirará descreído del poder y de la política después de rechazar otra invitación a sustituir a alguien. Morirá en su casa de Chilpancingo junto con su mujer. La leyenda asume que fue envenenado. Sin embargo, su pugna con Álvarez sobrevivió a su muerte pues el viejo general ungirá a su hijo, heredero del estado. Muchos “hombres fuertes” que también deseaban gobernarlo cubrirán con sus biografías y maniobras esa parte de la historia de la “política” guerrerense en la que dominarían las “tres erres”: “destierro, encierro o entierro”. Esa historia empezó a escribirse desde la elaboración del Plan de Iguala, continuó con la Constitución de 1824 y se agudizó con la erección del estado. Establecida la hegemonía de los Álvarez –y asentada su visión, en la que no había ni siquiera oposición por parte de la Iglesia- la pugna por el poder, durante el resto del siglo fue entre la costa y el centro (Chilpancingo), después sería contra la imposición (Madero extrapoló la tradición a su triunfo al imponer como gobernador de Guerrero y de Morelos a los hermanos Figueroa) y todo el tiempo contra la desaparición de poderes para imponer interinos. Hacia el segundo cuarto del siglo XX, la visión de Álvarez seguiría evolucionando hasta trasladarse de la costa hacia Huitzuco, y quedaría en manos de otra familia. El Centenario del fin de la a Independencia encuentra al estado de Guerrero sin más cambios que la existencia de nuevos niveles entre las clases económicamente dominantes. En un siglo de libertad nuestro estado no descolló en el pensamiento, las artes, la ciencia y la tecnología. “En Guerrero, la independencia de España, a decir de algunos analistas conspicuos, en realidad se dio en 1921 con el triunfo de Escudero en las urnas a raíz de sus reformas, porque antes de eso Guerrero era un territorio gobernado lejos de los avances nacionales”. Y continuó siéndolo después del asesinato de Escudero, hay que añadir, a instancias de una oligarquía que se sostenía gracias a la estructura política nacional. A la apertura de la nueva carretera, en 1927, esa oligarquía fue desplazada por otra. Más voraz. Más moderna. Y más extranjera porque no era ni católica ni hispánica.
A la vuelta de la primera mitad del siglo XX se da entonces un hecho paradójico: dos maestros, nacidos en nuestras costas, egresados de la misma Normal, inician una nueva revolución de independencia ante la magnitud de la miseria y de la desigualdad, generadas por el modelo regional de gobierno. Los dos iniciarán sus luchas sin un plan estructurado y empujados por las circunstancias. Los dos se internarán en las mismas montañas que siglo y medio atrás albergara a los Bravo y los Galeana. Los dos sostendrán sus luchas con base en una guerra de guerrillas. Y los dos caerán abatidos a tiros por su enemigo común: el ejército mexicano. Al igual que un siglo y medio atrás, dos sacerdotes rebeldes empuñaron las armas contra el modelo colonial, estos dos maestros guerreros serán consumidos por un fuego interno que los empujará al martirologio. No de otra forma se puede explicar su entrega a su causa ya que mientras ellos se batían en las sierras y cañadas surianas, en Acapulco resonaban los altos decibeles de las discoteques y en Chilpancingo, Iguala, Ometepec y Altamirano las clases pudientes rancheras exigían con los corifeos del poder central que enviaran más tropas “para acabar de una buena vez con esos revoltosos”. Guerrero merecía “paz”.
Después de la muerte de estos dos maestros guerreros nuestra tradición caciquil mostró su rostro más cruel: sus postulados fueron decayendo a grado tal que sus banderas olvidadas fueron levantadas y cambiadas por una clase política emergente que enarboló un discurso de izquierda que entre más se desteñía más espacios ganaba en el mapa político. Y cuando arribó por fin al poder, al acceso de los presupuestos y de las vías de concreción de un proyecto que terminara por fin con el caciquismo obviaron su responsabilidad de equilibrar el ejercicio político estatal. Y se adhirieron a la tradición caciquil para preservar el poder. Hoy, después de una década perdida, resulta paradójico que se enfrenten con el caciquismo original. Secular y redivivo. Que reclama su papel de dueño de las vidas y las haciendas de los guerrerenses. Por esa hegemonía, el ex diputado Figueroa Smutny hizo un fuerte reclamo a Aguirre Rivero en Twitter (irónico: cambian las tecnologías, persiste la tradición). Su exabrupto tuvo resonancias seculares por sincera: pues hablaba desde lo más profundo de nuestra tradición y en reclamo de un cambio no de ideología, sino de adeptos. La palabra traidor con que pretendió infligir a Aguirre no resuena con referencia al beneficio y el bienestar de los guerrerenses, sino con el grupo que lo lanzó al poder.
Ante ese reclamo de auténtico guerrerense sólo puede responder la ruptura, es decir, un cambio profundo. El rechazo completo a la tradición caciquil ahora también en práctica por el PRD. Cuando muchos ciudadanos saludamos con entusiasmo la decisión de Aguirre de representar una coalición cuya diversificación estaría completa sin el PAN, previmos la participación de todas las voces, todas las visiones, todos los esfuerzos y, todos, vigilando las manos a todos. Una democracia. No caciquismo. Aguirre Rivero tiene ahora esa tarea, esa responsabilidad histórica de sentar las bases de un estado federativo, no de otro coto de poder para un caudillo, una familia, un grupo o un partido político. Sólo cuenta con cuatro años y medio para cumplir con esa deuda histórica. Pero tiene una ingente cantidad de guerrerenses preparados, cultos e ilustrados que pueden apoyarlo y, o, aconsejarlo para arribar a esa larga aspiración regional que pasa ineludiblemente por nuestro ser cultural: ¿quiénes somos? Guerrerenses. Entonces ¿por qué no hemos podido construir un estado libre, soberano, progresista y desarrollado? ¿Por qué al arribo de nuevas tecnologías continúa habiendo presos de conciencia, miseria, hambre y desesperación en las clases más desprotegidas? ¿Por qué es tan grande la brecha entre la riqueza y la pobreza en un estado tan rico y con tantos legisladores y alcaldes “de izquierda”? ¿Por qué? Los guerrerenses no podemos responder a esas preguntas con más consignas de izquierda por muy radicales que se busquen. La respuesta sólo puede ser encontrada en el análisis y la reflexión de nuestro ser global, universal y único, es decir, en nuestro ser cultural, y en la admisión madura de que al negar nuestra historia nos negamos a nosotros mismos. Nuestro subdesarrollo tampoco puede ser resuelto con golpes de modernidad. Tenemos que cubrir todas nuestras deudas históricas. Tal vez cuatro años y medio sean pocos. Tal vez sólo sean el inicio. Pero lo peor que podríamos hacer sería no intentarlo siquiera, ahora que por fin nos hemos puesto de acuerdo en algo.