José Gómez Sandoval
En Guerrero nació la Patria / Las rutas de la independencia en el sur (IGC, 2010) es un libro de historia guerrerense con estampitas que escribí de manera casi fortuita. Con la cuarta y quinta lumbares pegadas a fuerza de doblarse ante una mesa de redacción periodística, tras advertir que tampoco tenía dedos de pianista, me dediqué a la creación literaria. La historia no es mi fuerte, reconocí ante las murallas de San Diego. Si lo fuera, seguro que me aplicaría en contar nuestras antiguas memorias con certeza de archivo, sin que faltara el correspondiente sello del ciudadano guerrerense que vive la historia refundadora igual que la cotidiana, aunque sólo lo sepa cuando éstas llegan al límite del humor negro y la paradoja.
No por eso escribí puro cuento. Todo lo que encuentren los lectores está en las obras que leí de aquí a septiembre (y que enlisto al final del libro), en su memoria personal o colectiva.
“Excelente síntesis literaria de la historia”, es la frase que más he escuchado de mis amigos, en cuanto al libro. Cuando me dicen “no está mal para venir de un escritor”, casi me siento feliz.
En la presentación de En Guerrero nació la Patria la maestra Alejandra Cárdenas dijo que extrañaba el aparato crítico que suelen emplear los historiadores y aseguró que no era un libro sencillo. En mi turno, apunté lo contrario: es sencillo, dije, con pretensiones de elemental.
Supongo que es un libro sencillo y elemental porque parte de la ignorancia que aprendí en la escuela primaria, reafirmé en secundaria y terminé de desleer en preparatoria, en bacanales de resúmenes e interpretaciones entrecortadas e inconclusas de maestros que ya andaban en la política o daban clases en otra parte o de libros con capítulos censurados por la nueva onda histórica sexenal, confundido sobreviviente, como todo escolapio mexicano, de las cada vez más frívolas versiones institucionales y absolutamente cercado, a doscientos años de haber mandado a chingar a su real madre a la Inquisición, por la simulación educativa que ha hecho de la Secretaría de Educación Pública mogijanga de Televisa.
Reconozco que ante las puertas del Archivo General de la Nación (ex Palacio de Lecumberri) me entró delirio de persecución, y que con trabajos superé el despedazadero de pueblos indígenas y la muerte de Tata Gildo, para no hablar de la profunda tristeza que irradian vestimenta e instrumentos litúrgicos de Morelos tras una vitrina encajada en escritorios burocráticos.
Un historiador serio –casi todos– no andaría de aquí para allá con su camarita de bronce intentando capturar en el parasiempre de una computadora los restos históricos de un pueblo marginado del desarrollo nacional que, en el ringlado de las políticas neoliberalistas y en el apelmazamiento de la superinformación (que relativiza tradiciones y convicciones ciudadanas), desde los tiempos del general Guerrero sigue quedándose colgado de la brocha.
Conocí al alcalde que mandó quemar el archivo municipal de Chilpancingo con el argumento de que no era más que papeles viejos e inservibles, y quiero contar lo de la pelotita. A dos días del campeonato estatal de basquetbol, tres representantes del equipo de Chilpancingo fuimos a su despacho a pedirle Uniformes Dignos y dos o tres balones. Para jugar basquetbol no se necesita uniforme, nos dijo. Básquet se puede jugar ¡hasta sin zapatos!... ¿Qué es lo único que se necesita, entonces?... ¡Un balón! ¡Nada más que un balón! Y pidió a uno de sus asistentes que se metiera por ahí a buscar una o dos pelotas de basquetbol.
–No hay balones de básquet, el que queda es de volibol –informó de regreso el asistente, y el alcalde le dijo: -¡Pos con ése!
–¡Pero este balón es de voli, señor! –protestamos.
–¡Pero es pelota!... –voliboleó el alcalde.
–Miren, muchachos –nos despidió. Ustedes, maestros, alumnos o lo que sean, andan en la… canija pelotita. ¡Les encanta la pelotita! Bueno, así como ustedes andan pensando en cómo hacerle para driblar y encestar, yo ando pensando en cómo en cómo llevar agua a las colonias, cómo resolver los problemas de la ciudad, ¡y ustedes me están pidiendo una chingada pelotita!
Poco antes de terminar su administración edilicia se supo que había mandado quemar el archivo municipal, presuntamente para deshacerse de unas notas de servicio de damas, copas y Tehuacanes traspapeladas, pequeño y enorme Nerón bueno para echarle cerillo a los archivos y a sus irresponsabilidades sociales: a los basquetbolistas les regaló una pelota de volibol, y de seguro también se quedaba riendo cada que en vez de agua potable a los colonos les repartía “su cubetota” de plástico y cada que el fuego envolvía los archivos de la comunidad, esos “papeles inservibles”.
Valga la digresión para darle cabida al presentimiento de que los papeles viejos de que hablaba el presidente municipal tenían una importancia histórica que supera la imaginación ciudadana y que va más allá de la afición a las casas de cita de un alcalde que, para acabarla de amolar, después de mandar el archivo del municipio al fuego, dijo que no sabía por qué lo criticaban tanto, para él era obvio que las oficinas del ayuntamiento ya no cabían en el edificio y que la memoria de un pueblo encajaba hasta en un jarrito de mezcal.
Desde que el libro empezó a medio circular, no me canso de agradecer a los amigos que en el segundo café ya se acordaron de Otra Terrible Errata, y a los que a la tercera copa ya saben de los coixcas, el nagualismo de Guerrero o las migrañas de Morelos más que nadie y se enfrascan en discusiones de aconteceres y fechas a modo de vértigo cívico, como si de veras la historia de México y del estado de Guerrero fuera parte imprescindible de sus vidas. Con tanta plática sincopada y sabihonda ya estoy propenso al halzhaimer histórico y desde el desfile del 20 de noviembre no voy al café ni veo series históricas en televisión.
En vez de una guía turística salpicada de historia –digo–, me salió una mínima, rápida y sintética guía histórica que confío que, antes que a los demás, interese a los que somos de aquí, incluyendo a los que les encanta discutir por discutir. El libro repasa leyendas, tradiciones, costumbres, un guiso guerrerense cocido a fuego lento, sin necesidad de inventar una sola palabra pero con la emoción de estar hablando de la gente con la gente, de la historia del estado de Guerrero como quien canta un corrido popular, preferentemente sobrio en su desarrollo y estilo, sobre el paradigma de los recopiladores de la historia patria del siglo XIX pero atiborrado de opiniones y prosas distantes y aun antagónicas, salpicado de datos a pie de página, recuadros, fragmentos volátiles y resabios de enciclopedias, revistas, periódicos y aun caducos (por más recientes que sean) manuales histórico-cívicos, por fin con la continuidad histórica y narrativa –insisto– que no encontré en los libros que leen los estudiantes guerrerenses.
Todo eso, pero de un plumazo.
No pretendo ser, siquiera, alumno destacado. Apenas estaba descubriendo las tres versiones de El Verdadero Lugar Donde Guerrero e Iturbide Se Dieron El Abrazo, que si en Acatempan no hubo ningún encuentro, que éste fue en Mazatlán, aunque, más que indicios, hay francas seguridades de que ocurrió en Tepecoacuilco…, cuando me enteré de que Teloloapan también se sumaba a la lista, papeles históricos en mano, y escapé del abrazo como pude.
Si algo lamento, es que en cada caso me quedé corto. Faltaron fotos, retratos y pinturas, callejuelas, paisajes de Guerrero. Una sucesión de hechos históricos más minuciosa y la vida de los héroes surianos contada de manera más amplia (y sin que al formador se le olvide o tergiverse ninguno), con sus limitaciones, padecimientos y aun contradicciones, pero destacando siempre su heroísmo y gallardía, rastreando la comprometida participación de las mujeres (que injustamente pretendí sintetizar en la figura de doña Antonia Nava de Catalán) y la enorme importancia que tuvieron en la lucha por la Independencia los grupos étnicos del Sur.
Voto por los historiadores, por los archivistas y, desde luego, por los archiveros, tanto por los que resguardan la historia en fichas como por los que preparan buena barbacoa. Verbigracia:
Cuando Herminio Chávez Guerrero habla sobre Ignacio Manuel Altamirano dice: esto me lo contó un tío o un vecino que conoció a Nachito Manuel de niño; cuando Nachito relata la Toma de Tixtla apunta: esto me lo dijo de viva voz un paisano que fue soldado del general Vicente Guerrero. Mi papá prefería el Querreque a los giros del tablao español, pero en honor a su gorra catalana y a su chachimba en Tixtla los asiduos al dominó del Perico Marinero lo llamaban Don Garcilazo de la Vega. Visto así, el viejo conquistador se robó a la joven novia tixtleca; en retrospectiva, el carrancismo de mi padre no era tanto como para no haber querido a mi abuelo Cayetano y respetado a mi tío Vicente, que sobrevivió a la Revolución y murió con un rifle zapatista en la mano. De la conquista –suponiendo–, el apellido Sandoval; de la Independencia, el chicote de arriero, pero sin mulas (¡cuando mi vecina Victoria Enríquez heredó los lentes del general Guerrero!...), de la vida ni el gabán de cerdas despeinadas y olorosas a sudor de mi abuelo, ni la espada que tanto peleaba León Felipe. Díceres, croquis antiguos e historiadores afirman que la casa donde crecí en Chilpancingo fue sitio de descanso y remuda de bestias de arriería, de ahí que pueque no sea pura presunción eso de que don Convincente Guearriero hace un alto en el comedor y, si nos levantamos temprano, hasta se sienta a tomarse un chocolate en agua con nosotros.
El Sur, 22 de julio de 2011
http://www.suracapulco.com.mx/opinion02.php?id_nota=8470
viernes, 22 de julio de 2011
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